A partir de mediados de octubre de 2019, Chile comenzó a vivir uno de los episodios más trágicos y a la vez más transformadores de su historia reciente.
Lo que comenzó con protestas, principalmente de estudiantes, a raíz de la subida de la tarifa del transporte público en la Región Metropolitana, detonó una ola de manifestaciones, la cual se fue propagando rápidamente por casi todo el país. Esta expresión multitudinaria de inconformidad demandaba una mayor igualdad social y exigía el reconocimiento y la garantía de los derechos sociales y económicos, tales como el derecho a una pensión digna, a una vivienda y a la educación y a la salud pública de calidad.
Aunque la mayoría de las manifestaciones fueron pacíficas, muchos de los actos de protesta supusieron el daño de mobiliario urbano público y privado, como por ejemplo algunas estaciones del metro de la capital, daños a edificios o la obstrucción de las vías públicas a través de la construcción de barricadas.
Frente a ello, el Gobierno del presidente Sebastián Piñera decretó estado de emergencia constitucional y puso a las Fuerzas Armadas en las calles de algunas regiones del país durante diez días, las cuales intervinieron en la gestión de control de las movilizaciones en conjunto con la policía, Carabineros de Chile.
Silencio a cualquier costo
Cuando las imágenes de la violenta represión contra las protestas masivas que iniciaron en abril de 2018, por una serie de reformas al sistema de seguridad social en Nicaragua, colmaron